jueves, 17 de noviembre de 2011

Mix

Fernando Díaz Villanueva.-

Los seres humanos tenemos cierta inclinación a creernos todo aquello que nos reconforta y que nos ofrece soluciones sencillas a los problemas de la vida, que suelen ser bastante complejos, y a veces irresolubles. Esa es la razón por la que reputamos como ciertas las predicciones que hacen los horóscopos y nos regodeamos con historias fantásticas, a las que solemos otorgar un crédito ilimitado.

En tiempos pasados, cuando el hombre aún no controlaba ni entendía las, al menos aparentemente, fuerzas ciegas de la naturaleza, creer en lo sobrenatural era algo de obligado cumplimiento. Si, por ejemplo, se desataba una tormenta en alta mar, los marinos fantaseaban con dioses enfurecidos, ajustes de cuentas en el Olimpo o criaturas espeluznantes dispuestas a darse un festín con los restos del inminente naufragio. Se creían todo eso y mucho más. El mundo era, de hecho ha sido durante cientos de miles de años, un lugar oscuro y lleno de misterios que escapaban al entendimiento de los mortales.
A mediados del siglo XVII la ciencia, esa veta del pensamiento humano que consiste en emplear un método racional para llegar a conclusiones universalmente válidas, empezó a poner luz donde antes había tinieblas. Así, los temporales dejaron de ser sucesos extraños desatados por voluntades sobrehumanas y empezaron a ser, simplemente, fenómenos atmosféricos, cuyas causas eran mucho más mundanas que divinas. Y así con casi todo lo que a nuestros antepasados les quitaba las ganas de comer, de dormir y hasta de hacerse a la mar.
Ahora bien, todo lo que hemos aprendido en los últimos tres siglos no ha servido de mucho, si reparamos en la inevitable sección de astrología de cualquier diario, o en la amplísima colección de creencias infundadas, irracionales y estúpidas desperdigada por la literatura contemporánea, la televisión o el cine. Creer en supercherías es muy común y hasta considerado de buen gusto, pero lo peor de todo es que, para los adictos a lo paranormal, sus creencias tienen tanta autoridad como la Ley de la Gravitación Universal.
Esto es un hecho indiscutible que pone a los científicos en jaque y al mundo moderno en evidencia. Por ello, todo esfuerzo encaminado a desmontar las falacias de las pseudociencias y a combatir las supersticiones atávicas que anidan en el alma humana es bienvenido. Porque la inmensa estafa de lo paranormal no sólo se queda en lo intelectual, que eso hasta podría perdonarse; es que los apóstoles de la Nueva Era, los caraduras del zodiaco, las cartas astrales y los fenómenos ocultos y presuntamente inexplicables se hacen de oro. Millones de euros mueven cada año los nuevos nigromantes, que cabalgan satisfechos aprovechándose de la ignorancia, la ilusión y, las más de las veces, la desesperación de muchas personas necesitadas de respuestas inmediatas y tranquilizadoras para las incertidumbres de la vida, que son muchas y muy amargas.

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Hace muy poco saltaba a las noticias el hallazgo de un gusano que vive a más de un kilómetro y medio de profundidad, bajo la corteza terrestre. Se trata del Halicephalobus mephisto, “aquel que no ama la luz”, Si bien hasta ahora se habían hallado organismos unicelulares, nunca se habían encontrado animales más complejos. ¿Qué importancia tiene esto? Y, más interesante aún, ¿qué tiene que ver con Thomas Gold?

Thomas Gold nació en 1920 en Austria. Fue un astrofísico muy relevante ya que fue él quien, junto a Fred Hoyle, identificó correctamente a los púlsares (estrellas que emiten radiación periódica) como estrellas de neutrinos. Gold también aseguró que la Luna estaba cubierta de una densa capa de polvo (de acuerdo con él tan profunda que los astronautas se hundirían en ella prácticamente), una idea que influyó en el diseño de las naves espaciales que llegaron a nuestro satélite. Fue miembro de la Academia Nacional de las Ciencias de Estados Unidos, director del Departamento de Astronomía de la Universidad de Cornell entre 1959 y 2004 y medalla de oro de la Real Sociedad Astronómica de Londres.

Pero Gold se dedicó a invadir otros campos de la ciencia. En 1946 elaboró una teoría que demostraba que los humanos diferenciamos los distintos tonos de los sonidos gracias a unas pequeñas vellosidades del oído. Por aquel entonces los fisiólogos y expertos en anatomía del oído sostenían que esta diferenciación era algo que sucedía en el cerebro. Y no solo ignoraron a Gold, sino que denunciaron su actitud como invasiva por trabajar en un campo que no era el suyo (algo que no era tan cierto ya que durante varios años Gold se dedicó a diseñar radares para la Royal Navy). Tuvieron que pasar más de 30 años para que se demostrara que su teoría era correcta. Pero mientras tanto, Gold ya había trabajado en otras áreas, o mejor dicho: había “invadido” otros campos. Primero se atrevió con la geología. En 1955 publicó un artículo en el cual aseguraba que a lo largo de un millón de años, el eje de la Tierra había dado un vuelco de 90º. Pero otra vez sucedió lo mismo, se le ignoró. Solo en 1997, un experto en geomagnetismo del Instituto de Tecnología de California, Joseph Kirschvink, demostró, mediante el análisis de rocas, que esto había sucedido, que el cambio se había dado durante el lapso que predijo Gold y, más interesante aún, que había sucedido poco antes de la explosión cámbrica, el período en el cual prácticamente todos los organismos superiores comienzan a aparecer en el registro fósil.

Más tarde Gold se enfrentó a la bioquímica y a la química planetaria para asegurar que tanto el gas como el petróleo no son de origen biológico. Hasta hace poco se pensaba que los depósitos de gas y petróleo de nuestro planeta procedían de materias orgánicas. Para Gold sin embargo, el origen era otro: se trata de restos de materiales a partir de los cuales se formó nuestro planeta. Los restos orgánicos, según el astrofísico, son producto de la contaminación. Pues hace poco un experimento demostró, otra vez, que Gold podría tener razón. Dudley Herschbach, premio Nobel de química en 1986 realizó un experimento en cual combinó agua, óxido ferroso y carbonato cálcico (todo materiales abióticos, es decir sin vida) y los sometió a presiones similares a las que existen en el interior del planeta. Y obtuvo metano, el principal componente del gas natural.

¿Qué tiene que ver todo esto con el gusano que ama la noche? Pues que una de las últimas teorías de Gold, resumidas en su libro The Deep Hot Boisphere, es que a varios kilómetros de profundidad en la Tierra existe una enorme cantidad de seres vivos y que lo que vemos en la superficie es solo una pequeña parte. De hecho Gold asegura que la biosfera subterránea no solo es más antigua que la superficial, sino también más amplia.

Durante medio siglo Gold se enfrentó a dogmas preestablecidos, cuestionándolos y cambiando nuestro conocimiento del universo, de nuestro cuerpo y del planeta… ¿ocurrirá lo mismo esta vez?

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Cuentan las malas lenguas que en la década de los años 20 el presidente Coolidge de Estados Unidos estaba de visita oficial con su esposa en una granja. A cada uno se le asignó un itinerario distinto, de manera que cuando el guía le estaba explicando al presidente los secretos de un gallinero, le dijo: “Su esposa me ha recalcado que le recordara que el gallo que puede vivir en el corral rodeado de gallinas hace el amor todos los días”. A lo que el presidente Coolidge contestó con una pregunta: “¿Con una sola de ellas?”. “No, no, no” fue la respuesta inmediata del guía. “Pues dígaselo así a mi esposa” fue la réplica presidencial.

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“Lo que el viento se llevó” –la película- se estrenó en el teatro Loews de Atlanta; el alcalde había programado suntuosas celebraciones con desfiles de estrellas en limusinas, miles de banderas confederadas y decorados de falsos porches de columnas de papel cartón evocadores del viejo esplendor sureño. Hattie McDaniel, que sería la primera actriz negra en ganar un Oscar (por su papel de Mammy) fue excluida del festejo por las leyes racistas de Georgia, como el resto de actores negros. El gobernador del Estado declaró día festivo la fecha del estreno y muchos años después el presidente Jimmy Carter recordaría que aquellos días fueron el mayor acontecimiento del Sur a lo largo de toda su vida.

Cuando se estrenó en un Londres bombardeado por la Luftwaffe, fue un éxito descomunal y se mantuvo en cartelera durante cuatro años. A ambos lados del Atlántico la gente amaba aquella película antes de percatarse de que era una rancia celebración de casta y un elogio de la esclavitud: el retablo de un paraíso perdido cuya gracia y armonía dependían de la explotación de los negros. Y sin embargo, hay que estar hecho de acero blindado para no conmoverse con el tema de Tara mientras Scarlett jura que nunca más pasará hambre y la música de Max Steiner evoca jardines de rosas, cielos estrellados y deseos de revancha.

Setenta años después de su estreno, permanece como un arrogante monolito sobre el inane y fragmentado repertorio de Hollywood. El corazón tiene razones que la razón no puede entender, ¿cómo explicar si no la perversa capacidad de atracción sobre los públicos de diferentes épocas y culturas que se identificaron con los sureños racistas?

Cuando se estrenó en Francia –en la posguerra, porque Goebbels la había prohibido durante la Ocupación– los espectadores la vieron como una historia propia de invasión y de supervivencia. Los prisioneros políticos bajo el genocida Mengitsu, en la Etiopía de los 70, encontraban consuelo en las copias clandestinas que un activista había llevado a Amharic. Cada tribu, cada nación, ve en la película su propia historia de resistencia, la victoria de la civilización sobre la opresión, siendo el opresor el que mejor convenga: los yanquis en Estados Unidos, los nazis en Europa, el Terror Rojo en Etiopía o los dictadores en Grecia.

Pero hay otro grupo de entusiastas no definidos geográficamente: se trata de las mujeres que vieron y siguen viendo a Scarlett como una rebelde en contra de las normas cristianas, de la sumisión femenina y de la obligación de ser una señorita decente.

El Norte abolicionista ganó la guerra; pero el Sur racista venció en los corazones y en la fantasía. De hecho, la autora de la novela, Margaret Mitchell, no supo hasta los 10 años que el Sur había perdido la guerra. En su familia muchos lucharon en la Guerra de Secesión y por eso de niña quedó fascinada por las historias que le contaban sus tías. Su madre le mostró un camino rural escoltado por mansiones devastadas y le explicó que esas ruinas eran el emblema de algo que pasó una vez y podría volver a pasar y que cuando todo queda destruido sólo nos queda la fuerza de la mente y la energía de los brazos para salir adelante. «Si buscas una mano que te ayude la encontrarás al final de tu brazo», le dijo. La niña aprendió la lección y escribiría una novela que si de algo trata es de la supervivencia. De cómo algunos sobreviven a la desgracia y otros no. «La gente con cerebro y valor sobrevivirá, pero los débiles serán aplastados», hace decir a un personaje.

Scarlett O’Hara era una jovencita muy parecida a ella misma que, cuando su mundo se desmorona, lucha con la tozudez de una mula y el cinismo de quienes ven en la moral la debilidad de la sesera. Scarlett nació poeta y murió mujer de negocios. Mitchell ganó el Pulitzer de 1937 y se hizo rica y famosa. Había sido una joven provocativa y audaz que escandalizaba a la provinciana buena sociedad de Atlanta leyendo con avidez los libros pornográficos de Havellock Ellis. Su prometido murió en combate en las trincheras francesas de la I Guerra Mundial y Margaret se casó con un atleta americano, violento y celoso, en el que se inspiró para componer a Rhett Buttler. Fue un matrimonio breve y tormentoso. Ella buscó trabajo como periodista en el Atlanta Journal, consiguió columna propia a 25 dólares por semana, se casó con su jefe y empezó a escribir en una vieja Remington un melodrama llamado Lo que el viento se llevó. Su editor Harold Macmillan tuvo que comprar una maleta extra para cargar con el gigantesco manuscrito. El éxito fue tan grande que seis meses después de la publicación había agotado un millón de copias.

La autora se escandalizaba de que, en los abismos de la Gran Depresión, la gente pagara tres dólares por su melodrama.

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