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En las Montañas de
Santa Cruz, en California, viven dos especies de ratones que comparten hábitat
y linaje genético, pero tienen una vida social muy distinta. El ratón de
California o Peromyscus californicus es monógamo, mientras que el
ratón ciervo (Peromyscus maniculatus) es sexualmente promiscuo.
Estudiando sus diferencias a nivel genético, investigadores estadounidenses han
demostrado que la promiscuidad ayuda a fortalecer el sistema inmune.
La monogamia es un rasgo poco común entre los mamíferos, presente en apenas un 5% de las especies. ¿Pero por qué tiene tanto éxito la promiscuidad? Comparando a estos dos roedores tan cercanos, Matthew MacManes y sus colegas de la Universidad de California en Berkeley han llegado a la conclusión de que las diferencias en el estilo de vida de estas dos especies tienen un impacto directo sobre las comunidades de bacterias que residen dentro del aparato reproductor de las féminas. Y lo que es más: estas diferencias afectan a la diversidad en los genes destinados a proporcionarles inmunidad a los roedores frente a enfermedades infecciosas. Concretamente, los ratones ciervo, sexualmente promiscuos, tenían el doble de diversidad bacteriana que los monógamos, y esto, generación tras generación, ha fortalecido el genoma de los primeros. “La especie, por sus hábitos sexuales, está en contacto con mayor número de individuos y expuesta a más variedad de bacterias, de modo que ha desarrollado un sistema inmune más robusto”, aclara MacManes.
Los resultados, publicados en PLoS One, confirman que las diferencias en el comportamiento social inducen cambios evolutivos a nivel genético. De hecho, el investigador también investiga cómo se modifica el ADN en función de otros aspectos del comportamiento social, por ejemplo la vida solitaria que llevan algunos animales frente a la coexistencia en amplios grupos por la que se decantan otras especies. “En los próximos años vamos a ver una explosión en los estudios que responden a una pregunta: ¿cómo pueden los genes controlar lo que hacemos y cómo nos comportamos?”, sugiere MacManes.
La monogamia es un rasgo poco común entre los mamíferos, presente en apenas un 5% de las especies. ¿Pero por qué tiene tanto éxito la promiscuidad? Comparando a estos dos roedores tan cercanos, Matthew MacManes y sus colegas de la Universidad de California en Berkeley han llegado a la conclusión de que las diferencias en el estilo de vida de estas dos especies tienen un impacto directo sobre las comunidades de bacterias que residen dentro del aparato reproductor de las féminas. Y lo que es más: estas diferencias afectan a la diversidad en los genes destinados a proporcionarles inmunidad a los roedores frente a enfermedades infecciosas. Concretamente, los ratones ciervo, sexualmente promiscuos, tenían el doble de diversidad bacteriana que los monógamos, y esto, generación tras generación, ha fortalecido el genoma de los primeros. “La especie, por sus hábitos sexuales, está en contacto con mayor número de individuos y expuesta a más variedad de bacterias, de modo que ha desarrollado un sistema inmune más robusto”, aclara MacManes.
Los resultados, publicados en PLoS One, confirman que las diferencias en el comportamiento social inducen cambios evolutivos a nivel genético. De hecho, el investigador también investiga cómo se modifica el ADN en función de otros aspectos del comportamiento social, por ejemplo la vida solitaria que llevan algunos animales frente a la coexistencia en amplios grupos por la que se decantan otras especies. “En los próximos años vamos a ver una explosión en los estudios que responden a una pregunta: ¿cómo pueden los genes controlar lo que hacemos y cómo nos comportamos?”, sugiere MacManes.
Elena Sanz
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Jorge
Alcalde:
La sismología es una disciplina joven que, en sus escasos años de vida
(apenas un siglo y medio), ha avanzado a paso de gigante. Hace 150 años no
sabíamos ni siquiera por qué se movía la Tierra. En ese tiempo se han diseñado
los modelos actuales de tectónica de placas, se ha aprendido a medir las ondas
sísmicas que proceden del subsuelo, se han inventado aparatos capaces de
detectarlas a niveles de intensidad milimétrica, se han desarrollado
arquitecturas capaces de resistir los vaivenes del manto agitado, se han
implantado estrategias de rescate y mitigación de daños… Pero no se ha podido
evitar ni un solo terremoto. No se ha podido alertar a la población con
suficiente antelación de las mayores catástrofes que ha padecido.
“La
civilización existe con el premiso de la Tierra, y ésta se halla sujeto a
cambio sin previo aviso”. Lo dejó escrito Will Durant en su Historia de las
civilizaciones y encierra una verdad científica incuestionable. La Tierra
es opaca a nuestro entendimiento. Sabemos cuál es la porción de planeta que
tiene más probabilidades de sufrir una catástrofe (el cinturón imaginario que
une todos los puntos de intersección ente las placas tectónicas). Pero también
sabemos que un terremoto puede ocurrir en cualquier lugar y en cualquier
momento.
Para colmo, los seres humanos tendemos a arremolinarnos allá donde la
naturaleza nos espera con más virulencia. Lejos de ocupar el espacio amplio que
la corteza nos brinda, construimos nuestras ciudades como enjambres alrededor
de zonas sísmicas y volcánicas, al abrigo de las tierras templadas y las
cordilleras, tentando a la suerte una y otra vez.
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Pósters de propaganda aliada de la II Guerra Mundial
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