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Jorge
Alcalde:
En su plan por convencer al mundo de la idea revolucionaria de que todos
los seres vivos procedemos de un mismo tronco biológico y de que nuestra
diversidad ha ido evolucionando a partir de él merced a la selección natural de
los más aptos, Darwin dedicó un porcentaje muy amplio de sus páginas a los
aspectos tangibles de la fisiología. La huella de la evolución está marcada en
los rasgos físicos y biológicos de los animales y las plantas. Nuestros
parecidos morfológicos con los chimpancés nos alertan de nuestra cercanía
genética y, por ende, de nuestro origen compartido.
Pero existen
otros aspectos menos evidentes de la selección natural que no pasaron inadvertidos
al ingenio de Charles. A uno de ellos le dedicó largas horas de trabajo: el
comportamiento emocional.
Todos los animales expresan emociones. Es cierto que las emociones
primarias (hambre, terror, ira) no tienen nada que ver con las emociones más
avanzadas, que se escapan a la mayoría de las especies no humanas, tales como
la ternura, la felicidad, la desesperanza. Un perro hambriento no es infeliz.
¿O sí?
El interés
de Darwin por estos aspectos no era, en absoluto, psicológico. Jamás pretendió
establecer una escala de equivalencias entre las emociones, ni mucho menos
jerarquizarlas. No estaba interesado en conocer el grado de conciencia de su
desgracia que tiene un lobo encerrado en una jaula. Afortunadamente para él,
los defensores de los derechos de los animales no habían empezado a balbucear
sus argumentos.
Lo que el
genial biólogo pretendía era añadir un argumento más a su idea de que todas las
expresiones de la vida (más o menos tangibles) son producto del programa
evolutivo
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Kiko Llaneras: Hace quince años, en una reunión familiar, mi padre charlaba con algunos de mis primos mayores. Entonces apareció uno de los pequeños —que tendría cinco o seis años— y deseoso de participar en la conversación nos anunció que había sido su primer día de colegio.
“¿Sí? ¿y cómo ha ido el primer día?” —Le preguntó mi padre. Mi primo se quedo pensando un momento y luego contestó con seriedad.
“Muy bien, muy bien. Sólo han llorado dos.”
Y tras una breve pausa, apuntilló: “una niña y yo”.
Me encanta la historia porque demuestra que hasta un crio de cinco años puede ser objetivo. Mi primo se había pasado el día llorando sin parar, pero eso no le impidió observar al resto de niños y concluir que, en términos generales, el comienzo de curso había sido todo un éxito.
Así que, ya sabéis, la objetividad existe y está al alcance de un niño que se ha pasado el día llorando.
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