jueves, 29 de noviembre de 2012

Mix



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Jorge Alcalde:

 

En su plan por convencer al mundo de la idea revolucionaria de que todos los seres vivos procedemos de un mismo tronco biológico y de que nuestra diversidad ha ido evolucionando a partir de él merced a la selección natural de los más aptos, Darwin dedicó un porcentaje muy amplio de sus páginas a los aspectos tangibles de la fisiología. La huella de la evolución está marcada en los rasgos físicos y biológicos de los animales y las plantas. Nuestros parecidos morfológicos con los chimpancés nos alertan de nuestra cercanía genética y, por ende, de nuestro origen compartido.

Pero existen otros aspectos menos evidentes de la selección natural que no pasaron inadvertidos al ingenio de Charles. A uno de ellos le dedicó largas horas de trabajo: el comportamiento emocional.

Todos los animales expresan emociones. Es cierto que las emociones primarias (hambre, terror, ira) no tienen nada que ver con las emociones más avanzadas, que se escapan a la mayoría de las especies no humanas, tales como la ternura, la felicidad, la desesperanza. Un perro hambriento no es infeliz. ¿O sí?

El interés de Darwin por estos aspectos no era, en absoluto, psicológico. Jamás pretendió establecer una escala de equivalencias entre las emociones, ni mucho menos jerarquizarlas. No estaba interesado en conocer el grado de conciencia de su desgracia que tiene un lobo encerrado en una jaula. Afortunadamente para él, los defensores de los derechos de los animales no habían empezado a balbucear sus argumentos.

Lo que el genial biólogo pretendía era añadir un argumento más a su idea de que todas las expresiones de la vida (más o menos tangibles) son producto del programa evolutivo

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Kiko Llaneras: Hace quince años, en una reunión familiar, mi padre charlaba con algunos de mis primos mayores. Entonces apareció uno de los pequeños —que tendría cinco o seis años— y deseoso de participar en la conversación nos anunció que había sido su primer día de colegio.

“¿Sí? ¿y cómo ha ido el primer día?” —Le preguntó mi padre. Mi primo se quedo pensando un momento y luego contestó con seriedad.

“Muy bien, muy bien. Sólo han llorado dos.”

Y tras una breve pausa, apuntilló: “una niña y yo”.

Me encanta la historia porque demuestra que hasta un crio de cinco años puede ser objetivo. Mi primo se había pasado el día llorando sin parar, pero eso no le impidió observar al resto de niños y concluir que, en términos generales, el comienzo de curso había sido todo un éxito.

Así que, ya sabéis, la objetividad existe y está al alcance de un niño que se ha pasado el día llorando.

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