miércoles, 27 de junio de 2012

Mix


Aquella mañana del 21 de septiembre de 1909, en el gimnasio de la escuela Andrae de Salzburgo, pocos alcanzaban a comprender las palabras del treintañero que les hablaba. Entre los más de 1.000 asistentes destacaban unos excépticos de lujo: los futuros Nobel Max Planck, Max Born y Max Laute. Era la primera vez que la Teoría de la Relatividad, publicada cuatro años antes en los Anales de Física, se exponía en público. La famosa fórmula e=mc2 (energía igual a la masa multiplicada por la velocidad de la luz, una constante, al cuadrado) no causó, sin embargo, sensación. Los presentes resultaron incapaces de captar las ideas innovadoras de Einstein en ese momento.


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Horacio Vázquez Rial:

Cuando se estableció el retiro obrero, en 1919, para mayores de 65 años, la esperanza de vida en España era de 41 años. Cuando se cambió el régimen y el de retiro fue sustituido por el de pensiones, en 1939, era de 50. Es decir, que quienes ocupaban el Estado en cada caso no tenían intención de pagar más que unas pocas jubilaciones, a los escasos supervivientes de una realidad laboral con no menos de 35 años de trabajo, acumulados a partir de los 16. Por eso no se creó un banco especial para la conservación y la administración de lo recaudado, y los sucesivos gobiernos se gastaron alegremente un dinero que ingresaba a las arcas públicas casi a modo de impuesto, a la vez que se podía asignar cada año una partida de los presupuestos generales a mantener a los pocos héroes que habían alcanzado la edad provecta sin antibióticos, sin antialérgicos, casi sin médicos, y que, además, pronto desaparecerían.

Eran tiempos, los de las décadas del veinte al cuarenta, los del ascenso del fascismo y del comunismo –línea positivista estaliniana–, en que la juventud era un valor exaltado. No en vano, el himno fascista italiano se llamó Giovinezza. Pasada esa época, la rémora juvenilista persistió, quedó grabada a fuego en las cabezas de los europeos y de muchos americanos, del norte y del sur. Incluso el Occidente de la guerra fría llegó a acuñar un término despectivo para la jerarquía soviética, a la vista de la edad de sus miembros: gerontocracia. Le tocó acabar con la gerontocracia al casi octogenario Reagan.

Con escasas excepciones entre los filósofos clásicos y contra toda prueba de realidad, la vejez rara vez ha sido tenida entre nosotros por un valor. Ni siquiera como figuración de serenidad y sabiduría. Si los asesores de imagen de Felipe González le recomendaron en 1982 teñirse unas leves canas en las sienes para transmitir aplomo –cosa que al hombre le sobraba–, ahí tenemos ahora a Berlusconi, de clínica en clínica y de burdel en burdel, procurando fingir una juventud que hace mucho que se ha alejado.

Desde Alejando Magno, la juventud no ha sido nunca un obstáculo para alcanzar el poder. Churchill vivió su mejor momento a los 66 años, en 1940, y fue reelegido como primer ministro en 1951, cuando ya tenía 77, y todo eso fue el producto de una vida con múltiples facetas, desde el parlamentarismo hasta el espionaje.

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El Nobel, matemático, filósofo y vividor Bertrand Rusell, casado y divorciado en cuatro ocasiones, quien cumplidos los 90 años solía aconsejar: “Si alguna vez llevas una chica a un hotel, haz que se queje en voz alta: ‘¡Es demasiado caro!’ Así, el recepcionista pensará que es tu esposa”.

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En 1978 la sesión de bolsa comenzaba a las 10 de la mañana y terminaba poco antes de las 12. Los lunes no abría.

 “La contratación era a viva voz. Tenías que estar físicamente preparado. Se hacía todo a mano; se anotaban las órdenes, había que sumar o restar de memoria y todo eso a mucha velocidad”, comenta Daniel Alonso, ex apoderado de agente de Bolsa, ya jubilado.

 “La puerta de la Bolsa era como MercaMadrid.  Llegaban temprano furgonetas o pequeños camiones cargados con las acciones físicas de los inversores que venían de la central de valores de los bancos. Después subías a la planta de liquidación y, cuando terminabas, llegabas al parqué con los contratos.

Tras la negociación tenías que contrastar los datos con los compañeros para evitar errores, sacar el efectivo, sumar el timbre, cuadrar cuentas…, había muchas más horas de trabajo después. Algunas acciones volvían a los bancos y otras se las llevaban los inversores a casa”.

Los títulos físicos incluían cupones que iban recortándose con el pago de dividendos o con las ampliaciones.

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