Aquella
mañana del 21 de septiembre de 1909, en el gimnasio de la escuela Andrae de
Salzburgo, pocos alcanzaban a comprender las palabras del treintañero que les
hablaba. Entre los más de 1.000 asistentes destacaban unos excépticos de lujo:
los futuros Nobel Max Planck, Max Born y Max Laute. Era la primera vez que la
Teoría de la Relatividad, publicada cuatro años antes en los Anales de Física,
se exponía en público. La famosa fórmula e=mc2 (energía igual a la masa
multiplicada por la velocidad de la luz, una constante, al cuadrado) no causó,
sin embargo, sensación. Los presentes resultaron incapaces de captar las ideas
innovadoras de Einstein en ese momento.
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Horacio
Vázquez Rial:
Cuando se estableció el retiro obrero, en 1919, para
mayores de 65 años, la esperanza de vida en España era de 41 años. Cuando se
cambió el régimen y el de retiro fue sustituido por el de pensiones, en 1939,
era de 50. Es decir, que quienes ocupaban el Estado en cada caso no tenían
intención de pagar más que unas pocas jubilaciones, a los escasos
supervivientes de una realidad laboral con no menos de 35 años de trabajo,
acumulados a partir de los 16. Por eso no se creó un banco especial para la
conservación y la administración de lo recaudado, y los sucesivos gobiernos se
gastaron alegremente un dinero que ingresaba a las arcas públicas casi a modo
de impuesto, a la vez que se podía asignar cada año una partida de los presupuestos
generales a mantener a los pocos héroes que habían alcanzado la edad provecta
sin antibióticos, sin antialérgicos, casi sin médicos, y que, además, pronto
desaparecerían.
Eran tiempos, los de las décadas del veinte al
cuarenta, los del ascenso del fascismo y del comunismo –línea positivista
estaliniana–, en que la juventud era un valor exaltado. No en vano, el himno
fascista italiano se llamó Giovinezza. Pasada esa época, la rémora
juvenilista persistió, quedó grabada a fuego en las cabezas de los europeos y
de muchos americanos, del norte y del sur. Incluso el Occidente de la guerra
fría llegó a acuñar un término despectivo para la jerarquía soviética, a la
vista de la edad de sus miembros: gerontocracia. Le tocó acabar con la
gerontocracia al casi octogenario Reagan.
Con escasas excepciones entre los filósofos clásicos y
contra toda prueba de realidad, la vejez rara vez ha sido tenida entre nosotros
por un valor. Ni siquiera como figuración de serenidad y sabiduría. Si los
asesores de imagen de Felipe González le recomendaron en 1982 teñirse unas
leves canas en las sienes para transmitir aplomo –cosa que al hombre le
sobraba–, ahí tenemos ahora a Berlusconi, de clínica en clínica y de burdel en
burdel, procurando fingir una juventud que hace mucho que se ha alejado.
Desde Alejando Magno, la juventud no ha sido nunca un
obstáculo para alcanzar el poder. Churchill vivió su mejor momento a los 66
años, en 1940, y fue reelegido como primer ministro en 1951, cuando ya tenía
77, y todo eso fue el producto de una vida con múltiples facetas, desde el
parlamentarismo hasta el espionaje.
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El
Nobel, matemático, filósofo y vividor Bertrand Rusell, casado y divorciado en
cuatro ocasiones, quien cumplidos los 90 años solía aconsejar: “Si alguna vez
llevas una chica a un hotel, haz que se queje en voz alta: ‘¡Es demasiado
caro!’ Así, el recepcionista pensará que es tu esposa”.
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En 1978 la sesión de bolsa comenzaba a las 10 de la
mañana y terminaba poco antes de las 12. Los lunes no abría.
“La
contratación era a viva voz. Tenías que estar físicamente preparado. Se hacía
todo a mano; se anotaban las órdenes, había que sumar o restar de memoria y
todo eso a mucha velocidad”, comenta Daniel Alonso, ex apoderado de agente de
Bolsa, ya jubilado.
“La puerta de
la Bolsa era como MercaMadrid. Llegaban
temprano furgonetas o pequeños camiones cargados con las acciones físicas de
los inversores que venían de la central de valores de los bancos. Después
subías a la planta de liquidación y, cuando terminabas, llegabas al parqué con
los contratos.
Tras la negociación tenías que contrastar los datos
con los compañeros para evitar errores, sacar el efectivo, sumar el timbre,
cuadrar cuentas…, había muchas más horas de trabajo después. Algunas acciones
volvían a los bancos y otras se las llevaban los inversores a casa”.
Los títulos físicos incluían cupones que iban
recortándose con el pago de dividendos o con las ampliaciones.
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