Dudley Clendinen, escritor y periodista, tiene esclerosis lateral amiotrófica (ALS por su sigla en inglés), una enfermedad degenerativa terminal. Este año escribió de manera emotiva en The New York Times sobre cómo estaba disfrutando su vida actual y sobre su plan de ponerle fin cuando, como describió, "la música se detenga -cuando no pueda hacerme el nudo de la corbata, contar una historia divertida, sacar a pasear a mi perro, hablar con Whitney, besar a alguien especial o escribir líneas como éstas".
Un amigo le dijo a Clendinen que tenía que comprar un arma. En Estados Unidos, uno puede comprar un arma y meterse una bala en el cerebro sin quebrar ninguna ley. Pero si uno es una persona respetuosa de la ley que ya está demasiado enferma como para comprar un arma, o como para usarla, o si dispararse a sí misma no le parece una manera pacífica y digna de terminar con la vida, o si simplemente no quiere dejar un revoltijo que los demás tengan que limpiar después, ¿qué tiene que hacer? No le puede pedir a otro que le dispare y, en la mayoría de los países, si le dice al médico que ya tuvo suficiente y que le gustaría que lo ayudara a morir, le estaría pidiendo que cometiera un crimen.
El mes pasado, un panel de expertos de la Royal Society of Canada, presidido por Udo Schüklenk, profesor de bioética en la Universidad de Queens, dio a conocer un informe sobre la toma de decisiones al final de la vida. El informe ofrece un sólido argumento para permitirles a los médicos ayudar a sus pacientes a morir, siempre que los pacientes sean competentes y soliciten libremente ese tipo de asistencia.
La base ética del argumento del panel no es tanto evitar el sufrimiento innecesario de los pacientes terminales, sino más bien el valor central de la autonomía individual o la autodeterminación. "La manera en que morimos", concluye el panel, "refleja lo que creemos que es importante tanto como las otras decisiones fundamentales de nuestras vidas". En un estado que protege los derechos individuales, por lo tanto, decidir cómo morir debería reconocerse como un derecho de ese tipo.
El informe también ofrece un análisis actualizado sobre cómo la asistencia por parte de los médicos para poner fin a la vida está funcionando en los "laboratorios vivientes" -las jurisdicciones donde es legal-. En Suiza, así como en los estados norteamericanos de Oregon, Washington y Montana, la ley hoy permite a los médicos, a pedido, ofrecerle a un paciente terminal una receta para un medicamento que provocará una muerte en paz. En Holanda, Bélgica y Luxemburgo, los médicos tienen la opción adicional de responder al pedido de un paciente de darle una inyección letal.
El panel examinó informes de cada una de estas jurisdicciones, con excepción de Montana (donde la legislación de asistencia para morir recién se creó en 2009, y aún no existen datos confiables). En Holanda, la eutanasia voluntaria representó el 1,7% de todas las muertes en 2005 -exactamente el mismo nivel que en 1990-. Es más, la frecuencia de poner fin a la vida de un paciente sin un pedido explícito del paciente se redujo a la mitad durante el mismo período, de 0,8% a 0,4%.
De hecho, varias encuestas sugieren que poner fin a la vida de un paciente sin un pedido explícito es mucho más común en otros países, donde los pacientes no pueden pedirle a un médico en el marco de la ley que termine con sus vidas. En Bélgica, si bien la eutanasia voluntaria subió de 1,1% de todas las muertes en 1998 a 1,9% en 2007, la frecuencia de poner fin a la vida de un paciente sin un pedido explícito cayó de 3,2% a 1,8%. En Oregon, donde la Ley de Muerte con Dignidad entró en vigencia hace 13 años, la cantidad anual de muertes asistidas por un médico aún no llegó a 100 por año, y el total anual en Washington es inclusive más bajo.
El panel canadiense, en consecuencia, concluyó que existe una evidencia sólida para refutar uno de los grandes temores que quienes se oponen a la eutanasia voluntaria o a la muerte asistida por un médico suelen expresar -que es el primer paso en una pendiente resbaladiza hacia una matanza médica más generalizada-. El panel también detectó otras varias objeciones inadecuadas a la legalización y recomendó que se modificara la ley en Canadá para permitir tanto el suicidio asistido por un médico como la eutanasia voluntaria.
Las encuestas demuestran que más de las dos terceras partes de los canadienses apoyan la legalización de la eutanasia voluntaria -un nivel que se mantuvo estable durante varias décadas-. De modo que no sorprende que el informe recibiera un fuerte respaldo en los medios canadienses dominantes. Lo que resulta más desconcertante es la fría respuesta de los partidos políticos del país, que en ningún caso manifestaron la intención de apoyar una reforma de la ley en esta materia.
Existe un contraste similar entre la opinión pública y la (in)acción política en otras partes, como por ejemplo el Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda y varios países de Europa continental. ¿Por qué, cuando se trata de morir, las instituciones democráticas suelen no traducir lo que la gente quiere en legislación?
Sospecho que, por sobre todas las cosas, los políticos de los partidos mayoritarios les temen a las instituciones religiosas que se oponen a la eutanasia voluntaria, aunque los creyentes individuales por lo general no siguen las opiniones de sus líderes religiosos. Las encuestas realizadas en varios países demostraron que una mayoría de los católicos romanos, por ejemplo, apoyan la legalización de la eutanasia voluntaria. Aún en Polonia, un país fuertemente católico, hoy hay más gente que respalda la legalización de la que se opone a ella.
Como sea, las creencias religiosas de una minoría no deberían negarles a individuos como Dudley Clendinen el derecho de poner fin a sus vidas de la manera que ellos elijan.
Peter Singer es profesor de bioética en la Universidad de Princeton y profesor laureado de la Universidad de Melbourne.
Copyright: Project Syndicate, 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario